jueves, 15 de mayo de 2014

El amor y la violencia

Entre cyber-Montoneros y los nuevos Robledo Puch

La Conferencia Episcopal Argentina, como sucede habitualmente, acertó al describir a la Argentina actual. Esta vez, el órgano que nucléa a los obispos y arzobispos del país dio en la tecla al señalar que la Argentina está enferma de violencia. El fenómeno de los linchamientos es la prueba de ello: harta ya la gente de vivir en medio de tanta agresividad física y emocional, reaccionan de la peor manera con la creencia de que han encontrado el modo de lograr la paz a través del uso la propia fuerza, ya que no parece haber nadie más intentado concretar ese objetivo. 

La violencia que se ve ahora no es como la violencia de antaño. En la década de 1970, por ejemplo, ponían bombas y asesinaban gente tras secuestrarla y torturarla en la obscuridad. Pero así como había una violencia ideologizada, también existía la violencia gratuita, cruda y banal (tal y como lo comprueba, por ejemplo, el nefasto Robledo Puch).

Hoy en día, esa violencia política ha resurgido aunque reconvertida: la guerrilla ya no es una táctica bélica sino comunicacional. Los medios masivos de comunicación y la Internet son el nuevo campo de batalla para la guerra entendida como continuidad de la política, por eso hay tanta injuria y calumnia. Y junto a ese drama del cyber-montonerismo, asistimos también a la multiplicación de los Robledo Puch, desequilibrados que no se conforman con robar sino que además golpean o asesinan a sus víctimas inermes (no tanto por el placer de hacerlo sino más bien por la inconsciencia con la que operan).

Tu quoque

¿Cómo respondieron los oficialistas ante lo que la Conferencia Episcopal Argentina señaló? Pues con violencia, como es su costumbre.

Los generales de La Cámpora acusaron a la Iglesia Católica de haber realizado golpes de Estado, el periodista Roberto Caballero le endilgó a los obispos y arzobispos estar haciendo política derechista en contra de lo recomendado por el Papa Francisco, y la Presidente Cristina Fernández de Kirchner combinó ambas sandeces para minimizar la impactante verdad que ya nadie puede negar. 

Con derechos pero sin obligaciones

¿Por qué hay tanto salvajismo en una sociedad civilizada como la nuestra? No es fácil contestar la pregunta, pero ciertamente se pueden intuir los principales motivos: si nos fijamos en quienes ejercen la violencia (y hablo del avallasamiento del otro y no de aquellos que sólo se defienden recurriendo a la fuerza) notaremos que todos tienen como común denominador a la pobreza. Pero esta pobreza no es siempre material, es –es en casi todos los casos– una pobreza espiritual.

En Argentina se habla mucho de “inclusión”, pero ¿qué significa realmente ello? Hay que ser ciego para no ver que la inclusión a la que tanto veneran los oficialistas es una mera inclusión material: a través de algún plan social se les da dinero a las personas para que accedan a las motos, los celulares, los televisores y demás bienes simbólicos a los que –exceptuando, claro, la vía del saqueo o el robo– de otra manera no podrían acceder. Y también se les da o mejor dicho se les amplía derechos. Una persona que consigue turno en un hospital después de haber hecho seis horas de cola, o un niño que va a la escuela a jugar al Nestornauta o a ensayar con una murga, o alguien que mira por la televisión un partido entre All Boys y Chacarita está siendo “incluido” según los kirchneristas. Y todo ello gratis.

Precisamente allí está el problema: la gratuidad de las cosas. Donde hay necesidades deben surgir los derechos, pero tales derechos deben estar acompañados de obligaciones, o de lo contrario nos internamos en la ilusión de un mundo sin consecuencias. La única obligación que los kirchneristas les exigen a sus “incluidos” es que voten por ellos cada vez que hay una elección o que copen las plazas cada vez que hay un acto organizado por el gobierno, pues ni a hacer el servicio militar los mandan a sus clientes.

Ocupados en llenar estómagos, los kirchneristas omiten satisfacer el hambre espiritual. En las escuelas quitan la religión y los símbolos religiosos, pero les sirven a los chicos el desayuno y el almuerzo que sus padres deberían servirles en sus casas. Como reemplazan a Dios por “Él” y “Ella”, entonces los jóvenes no interiorizan la culpa: en la cultura cristiana si yo hago mal las cosas, le estoy fallando a Dios quien me dio la libertad para que elija la virtud y rechace el vicio; en la cultura kirchnerista, en cambio, al hacer el mal a los únicos a quien les fallo son a los líderes, quienes, por suerte, no son omniscientes y por tanto no se pueden enterar (y en todo caso si va uno preso allí también están los misioneros kirchneristas trabajando incansablemente para que no se pierda la fe en el matrimonio santacruceño).

La cura 

La Conferencia Episcopal Argentina, así como ha diagnosticado la enfermedad, también ha recetado la cura para la violencia: “El vínculo de amor con Jesús vivo cura nuestra  violencia más profunda y es el camino para avanzar en la amistad social y en la cultura  del encuentro”.

En efecto, Jesús es la respuesta. De Jesús tenemos la enseñanza del amor. El amor es lo que cura a la violencia. El Estado argentino debe trabajar para educar primeramente en el amor, valor supremo como enseña la tradición occidental. Y amar no se trata de poseer al otro, se trata de responsabilizarse por el otro (entendiendo dicha responsabilidad no como el darle de comer al otro cuando tiene hambre sino el permitirle al otro que crezca y nos alimente a nosotros cuando tengamos hambre). 

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