Daniel Ávalos es menos inteligente de lo que cree ser. Sin embargo eso es un mal propio de gente como él, por ello lo que digo no es tan ofensivo como parece. Recientemente este sujeto publicó unos ensayos en donde sostiene que el gobierno de Urtubey es una tecnocracia “opusdeisiana” (similar a la que gobernó a la España de Franco desde 1959 hasta 1975). Su tesis no parece estar errada, pero, ciertamente, tampoco acierta demasiado, porque en lugar de investigar los senderos parapolíticos del asunto, prefiere pontificar vacuamente sobre la teoría política sin entenderla demasiado.
Lo que devela las limitaciones de Ávalos como analista y como político –no olvidemos que estamos hablando de un ex-candidato a diversos puestos electivos por Libres del Sur– es su patética retórica “progresista”, la cual, a estas alturas, ya suena arcaica y retrógrada, algo que los propios progresistas deberían tomar en cuenta para no quedar en el ridículo en que quedarán dentro de unas pocas décadas.
Ávalos sugiere que lo que Urtubey está haciendo como gobernante de Salta es retomar los principios que guiaban a la Generación del 80, pero adaptando ello a la situación actual a través de una cosmética contemporánea. Supone Ávalos que señalar esto desacredita de raíz a Urtubey. Y justo allí, precisamente en esa puerilidad, es donde el discurso de este autor pierde toda su fuerza.
Hay frases que demuestran que Ávalos comprende al presente:
Coherentemente, el que impulsa el renovado vigor de esa tradición [se refiere a la fundada por la Generación del 80, cuyas raíces están en la obra de Alberdi] es un gobernante que proviene directamente de la misma: Urtubey. Sorprendentemente, lo está consiguiendo en un periodo en el cual ese tipo de valores retrocede en todos lados.
Destaco aquí la palabra “retrocede”. Ávalos la usa sabiamente, pues señala que siempre hay tradiciones opuestas y polares (llamémoslas, simplificando, “progresistas” y “conservadores”) que están en permanente pugna, y que hoy en día esa encomiable tradición a la que parcialmente adhiere Urtubey (que, entre otras variantes, incluye a la Generación 80) está retrocediendo ante su contracara.
Empero Ávalos no se priva después de dejar en evidencia que su lucidez es fortuita y momentánea, y que su opción es siempre por la ceguera ideológica –quizás porque ella le reporta mayor estabilidad mental que la verdad. Así escribe:
tomemos uno de los slogans de campaña del mismo Urtubey en el ya lejano 2007: “Nada ni nadie podrá detener este cambio”. Eslogan interesante. Que encerraba una certeza: que la Historia avanza hacia un horizonte posible y mejor respecto al anterior. El orden anterior, en ese entonces, era el romerismo. Pero hay incluso algo más. Porque esa certidumbre es la que siempre suele anidar en el llamado progresismo que, así, se convence de que lo mejor está siempre adelante y es siempre inevitable.
Ávalos es un progresista, y le ofende que usen el Santo Nombre del Progreso en vano. Porque es cierto que Urtubey ha minimizado al romerismo, pero no para imponer una utopía económicamente socialista y moralmente libertaria (la cual, al parecer, es la meta del famoso Progreso): el envío al ostracismo del Júcaro por parte de Juan Manuel Urtubey únicamente ha tenido por objeto absorber la estructura provincial del romerismo para mantenerla casi intacta, sólo que al servicio de un nuevo patrón. De allí es que los renovadores puedan bajarse del gobierno sin que Urtubey lo note o lo sufra, ya que en la actualidad sobran romeristas reciclados para llenar las vacantes. Ese oportunismo político es lo que Ávalos califica de “tecnocracia”, dando a entender que existe un grupo importante de gente en Salta que está dispuesta a guardarse los ideales en el bolsillo y hacer desde un puesto de funcionario del Estado una serie de labores cotidianas sin meditar demasiado sobre ellas.
De cualquier modo no es eso solamente lo que a Ávalos le fastidia de Urtubey; el Gobernador patricio es culpable de algo –en su opinión– mucho más grave: ser un reaccionario. Para Ávalos, el gran problema de Urtubey es que sus valores nos hablan de un líder que quiere que la sociedad se ajuste a un modelo que ya se “superó”. Ese modelo, claro, es la sociedad cristiana. Cuando Urtubey minimiza el tema de los abortos no punibles por medio de la emisión de un sensato Protocolo, o cuando mantiene silencio ante la increpación que le hacen los fanáticos del laicismo que quieren extirpar crucifijos de los edificios públicos, el Gobernador está cometiendo el mayor de los pecados para los ojos de Ávalos: ser religioso. Para este personaje ello es repugnante, y todo lo que no ofenda a la religión jamás podrá ser calificado de progresista.
Ignora Ávalos, por supuesto, que Lula da Silva, en Brasil, hizo obligatoria la enseñanza de la religión católica en las escuelas públicas, y que Daniel Ortega, en Nicaragua, dejó bien en claro que el matrimonio sólo puede involucrar a un hombre y a una mujer, y que Evo Morales, en Bolivia, sugirió que la homosexualidad es una patología, y que Rafael Correa, en Ecuador, se declaró en contra del aborto y hasta amenazó con dejar el cargo de presidente si el parlamento de su país aprobaba la genocida ley. Ante los ojos miopemente dogmáticos de Ávalos, esas acciones de esos innegables progresistas son meros tropezones. No cabe en su estrecha mirada el aceptar que la división maniquea que él ha hecho entre buenos y malos es insostenible.
Antes de 2003 se podía hablar en la Argentina de una marginación histórica (y, si se quiere, sistemática) en la toma final de decisiones de cierto sector político; y, puesto que en nuestro país venimos sufriendo de pésimos gobiernos, se podía también sostener que “los buenos” no habían entrado aún a la historia. Pero con diez años de kirchnerismo eso se acabó. Ya no quedan “buenos” y “malos”, “progresistas” y “conservadores”. En su lugar sólo están aquellos que quieren que el billete llegue a su bolsillo y aquellos que quieren que el billete llegue a todos los bolsillos, aquellos que quieren ubicar a los hijos en empleos bien remunerados y aquellos que quieren que los hijos de gente que ni conocen tengan la posibilidad de acceder a un trabajo digno. Egoístas y solidarios es la auténtica dicotomía del presente. Y la solidaridad no es sólo económica, también es moral: darle al enfermo su curación, al hambriento de espíritu alimento para su alma, al niño un modelo claro para que sepa hacia donde crecer, al ser humano la posibilidad de vivir. El peor gobierno, entonces, sería aquel que no sólo fuese turbio para manejar el aparato burocrático del Estado, sino también para manejar la función solidaria que aquel desarrolla. El peor gobierno, por tanto, es el que Ávalos propone.