lunes, 27 de enero de 2014

Buenas ideas

Clarín publicó un artículo titulado "20 ideas audaces para un país posible". En el mismo opinan varios intelectuales pero desde diversas posiciones. Así Luís Alberto Romero pide mejorar la cultura política del país, mientras que Luís Rapaport propone una serie de medidas económicas que reflotarían al país. Roberto Gargarella, por su parte, menciona una serie de tonterías que ni vale la pena comentar, y finalmente Daniel Arroyo aporta un poco de pensamiento coherente y efectivo. 

De todo lo que propone Arroyo, coincido plenamente con esto:
1 Crear el Derecho al Primer Empleo 
Nuestro país tiene 900.000 jóvenes que ni estudian ni trabajan, el objetivo es establecer una exención impositiva a las empresas que tomen jóvenes como primer empleo. Los jóvenes son el futuro si tienen presente y por eso hay que crear un mecanismo para que logren entrar al mundo laboral. 
2 Formar una Red de 20.000 tutores  
Los jóvenes excluidos no tienen problema para realizar la tarea, lo que les cuesta es sostener el ritmo, ir todos los días a trabajar 8 horas o mantenerse en la escuela. Los tutores son las personas que tienen legitimidad (una maestra, un cura, un pastor, el técnico de club de barrio, etc.) La tarea es acompañarlos en sus actividades y vincularlos con la escuela y el trabajo.
Y también con esto:
5 Sistema dual en la escuela secundaria  
Existe un abismo entre la escuela y el trabajo. De hecho, gran parte de los jóvenes desocupados tienen secundaria completa. Para achicar esa brecha, la idea es ir al sistema dual: en los últimos años un joven está en la escuela y además hace pasantías o capacitaciones específicas. Se podría incorporar educación para el trabajo, el emprendimiento y la innovación como nueva materia de la escuela. 
6 Crear una Unidad Especial de Combate a la Venta de Droga  
Es claro que aumentó la venta de droga en los barrios y que el pibe que engancha una “changuita” gana menos que el que vende droga y muchas familias se preguntan si no les es más conveniente poner una cocina de paco. Se trata de generar un esquema institucional especial (por fuera del esquema de seguridad actual) con una única función que es detectar los puntos de venta y eliminarlos. (El Gobierno nacional acaba de trasladar la lucha contra el narcotráfico de la Sedronar a la secretaría de Seguridad a cargo de Sergio Berni)

jueves, 16 de enero de 2014

Strasser sobre la democracia

En el blog Relato del Presente hay una simpática reflexión sobre los famosos "30 años de Democracia":
En sus primeros años, la democracia era como todo bebé que arranca: se mandaba cagada tras cagada pero se le perdonaba todo, porque se sabía que estaba aprendiendo, que había que tenerle paciencia. Como todo infante, tenía las defensas por el piso y cualquier problema podía dejarla en cama y convaleciente, pero se la aguantaba. Como buenos padres primerizos, nos copábamos más por la novedad que por saber qué hacer. 
A partir de los 6 años, dejó de aprender de los padres y empezó a buscar ejemplos en terceros. Como todo escolar, se educó a prueba y error. Egresó con 10 y felicitado, pero la nota la ponían los mismos que la educaron, por lo que nada era garantía y nosotros la veíamos y nos preguntábamos si realmente estaba progresando o era todo verso. 
A los 16 le agarró el ataque adolescente, convulsionó, buscó culpables por todos lados y odió a todo el mundo, incluyendo a sus padres. Puteó a sus maestros, los acusó de sus problemas y gritó a los cuatro vientos que nadie la quería. Juró venganza y prometió romper relaciones con todos y buscar nuevos horizontes. 
Pasada la adolescencia biológica, creyó que ya se encontraba adulta y, a partir de los 20, se enamoró del primero que le dijo algo lindo. Al toque, se sintió la reina del mundo y empezó a darle clases a los demás en base a los méritos de vivir de las circunstancias. Se rodeó sólo de quienes piensan como ella, se hizo amiga de quienes nunca le critican nada y, por ende, enemistó con cualquiera que no comulgara con su forma de ser para quedarse al lado de quienes le aplauden y le justifican todo. 
Ahora le agarró la crisis de los 30 y se encontró con que no había cumplido con nada de lo que soñaba que sería para el cambio de década. Se dio cuenta que la vida no es tan sencilla como creyó, que la plata no cae del cielo, que el mundo está lleno de gente que piensa distinto, que cada uno tiene necesidades e intereses diferentes y que la vida se llenó de problemas que cree nuevos, aunque son los mismos de siempre. En gran medida siente que desperdició sus últimos diez años, pero necesita aferrarse a la fantasía de que fueron los mejores años de su vida, los primeros desde la mayoría de edad, los de la juventud rozagante a la que no le duele ni tres noches de caravana bolichera. 
Podría ser todo más sano y reconocer que hay que bajar un cambio y comportarse como un adulto, dado que nada es tan terrible y queda toda una vida por delante. Pero se mira al espejo, nota que la piel no está más firme y que la fuerza de gravedad empieza a surtir efecto. La crisis de los 30 le pega duro y quiere festejar como adolescente los logros que considera de adultos, mientras pide madurez a los que se quejan de padecer los mismos problemas de cuando era adolescente.
El politólogo Carlos Strasser, de un modo más formal y académico, coincide en buena medida con esta mirada. En una entrevista en La Nación, Strasser dijo varias cosas sobre las que es importante volver:
-¿Cuál [ees el tema que más le duele]? 
-Todo lo que se escribe, los trabajos que se publican hablando de democracia. Y no se puede decir que hay verdadera democracia cuando hay tanta pobreza, de todo tipo. Pobreza de educación, de información, de recursos, de vivienda, de trabajo. Cuando uno no tiene educación, información, autonomía en el sentido estricto de gobernarse a sí mismo de un modo congruente y consistente, no se puede ser ciudadano. La democracia implica ciudadanía. Si un 30% de la población no tiene ciudadanía, esto es menos que una democracia. Y además estamos pasando un período de descreimiento en política, de caída de las ideologías y programas políticos. Cruzada una cosa con la otra, lo que no tenemos es lo que en una democracia hace mucha falta, que es participación, voluntad de intervenir políticamente de algún modo. Eso es clave y se le pasa de largo a demasiada gente. 
-Pero votamos, ¿no? 
-Sí, pero eso es sólo parte de una democracia. Comparado con el autoritarismo que supimos tener, por supuesto que estamos infinitamente mejor y vale la pena tener lo que tenemos. Pero esto no es una democracia. Es un Estado constitucional de Derecho que elige autoridades por votación popular generalizada, bastante limpia, bastante generalizada. Ahora, lo que ocurre después de eso es algo que les dijo a los ingleses Rousseau en su tiempo: al día siguiente de votar vuelven a ser esclavos. Y así es, porque los que son elegidos u ocupan cargos a dedo constitucionalmente están en condiciones de hacer lo que se les ocurre, porque para peor los organismos de control están debilitados, y tampoco hay control por parte de la oposición.
Strasser también habla de la corrupción, de las herencias, del peronismo, y del fin de un ciclo. Y eso último es lo más interesante, porque Strasser propone algo así como dejar de ambicionar el horizonte democrático que no supimos conseguir, y concentrar los esfuerzos en la construcción de un horizonte nuevo, algo más propio del presente que la democracia:
-¿Es posible que se esté avanzando a un mundo donde ya no exista una democracia, sino formas distintas de democracia? 
-Sí, formas distintas de gobierno. Las democracias hoy son en realidad gobiernos mixtos, en los que la democracia es sólo una forma política, que coexiste y se mezcla con otras: la burocracia (las oficinas y los funcionarios, multiplicados por los organismos internacionales), la tecnocracia (los que saben son los que mandan, los que dicen qué hay que hacer, como los economistas), la partidocracia (aunque ahora es menos frecuente, pero no hace tanto existían componendas de partidos para turnarse en el poder y armar gobiernos combinados) y las viejas y nuevas oligarquías (los pocos que trabajan en su propio interés, o las cúpulas que copan los partidos políticos o los sectores dirigentes).

viernes, 10 de enero de 2014

Argentina: el traslado de la Capital

El Diputado Nacional kirchnerista Julián Domínguez, para chicanear a Mauricio Macri, propuso trasladar la Capital del país desde la ciudad de Buenos Aires a un lugar distinto. A diferencia de los radicales que en la década de 1980 apuntaban hacia el sur, Domínguez sugirió ir hacia el norte. Su excusa es que ello ayudaría a mejorar la integración del país al Unasur y al Mercosur, a la vez que serviría para abrir los caminos hacia el Pacífico. 

Varios salteños opinaron sobre la posibilidad de que Salta se convierta en la nueva Capital Federal de la República. Sin embargo Domínguez tiene en mente a Santiago del Estero, pues, al igual que Adolfo Rodríguez Saa en el 2003, este sujeto mira al país desde un realismo delirante que propone una reingeniería socioindustrial más propia de los soviéticos o de los chinos que de nosotros. 

La idea del traslado no me parece mala. Una de las cosas que yo sostengo es que Orán debería transformarse en segunda capital de Salta, albergando en sus límites al Poder Ejecutivo provincial. Bien podría suceder lo mismo en Argentina: el Poder Ejecutivo en el Norte (Salta, Santiago del Estero, Resistencia), el Poder Legislativo en el Centro (Mendoza, Córdoba, Paraná), y el Poder Judicial en el Sur (Viedma, Trelew, Río Gallegos). 

También podría crearse un distrito nuevo, con un diseño especial como Brasilia o Canberra, por ejemplo sobre algún límite provincial: pienso en donde confluyen los límites de Santa Fe, Córdoba y Santiago del Estero (el área de Mar Chiquita), o algún lugar así. 

Finalmente, también se me ocurre otra propuesta que habría que analizar: situar la sede de los tres poderes en la Antártida, y enviar a todos los políticos y sus asesores a trabajar allí. Sólo cuando el país marche como una auténtica república, se los dejaría retornar al continente.   

lunes, 6 de enero de 2014

La rinoscopia de Héctor D’Auria

El Caso D’Auria es otro de esos episodios realmente vergonzosos de la política argentina. Un Diputado Provincial capturado con cocaína y marihuana es prueba de la decadencia nacional: ¿cómo es posible que un sujeto así sea un gobernante que determina el destino de la gente honesta?
La educación en tiempos del kirchnerismo
Ciertamente todo es muy sospechoso en este tema. Al principio se dijo que D’Auria transportaba 50 kilos de cocaína, luego se determinó que en realidad poseía unos 60 gramos de cocaína y casi otros 70 de marihuana. En unos días el Diputado Provincial pasó para la prensa de ser un vil narco a un adicto que merece compasión. Por supuesto que D’Auria no acepta ni una ni otra etiqueta, y acusa a miembros del Partido Justicialista de estar complotados con la Gendarmería Nacional para perjudicarlo. Sea como sea, cualquiera de las tres opciones me parecen aberrantes: el narcopolítico no es una novedad en Salta (recordemos a Luís Arturo Cifre, Ernesto Aparicio o Ulises Durán entre tantos otros) y tampoco lo son los políticos adictos (a las drogas ilegales, al alcohol, al juego, a las mujeres, etc., v. gr. Carlos Villalba); y la conspiración, las populares “camas” diseñadas para acostar alguien, también son una penosa realidad en nuestra provincia. Ninguna de las tres cosas merecemos los salteños.

Si D’Auria es inocente como dice ser, lo primero que debería hacer es realizarse una rinoscopia y publicitar sus resultados. Desde hace semanas vengo hablando sobre la transparencia como el eje de la Revolución Amarilla que los salteños podemos poner en marcha en 2015. Dicha transparencia no rige sólo para el Estado y sus finanzas, rige también para todos los que lo administran. Si D’Auria es un adicto (60 gramos de cocaína es una cantidad que, fácilmente, dota de una dosis a 30 consumidores ocasionales) el pueblo tiene derecho a saberlo, como también tiene derecho de saberlo en relación al resto de los políticos argentinos. Y si el sujeto es, en efecto, un adicto, lo mínimo que puede hacer es pedirle disculpas a la gente de Metán y de toda Salta.    

viernes, 3 de enero de 2014

Los muchachos progresistas

Daniel Ávalos es menos inteligente de lo que cree ser. Sin embargo eso es un mal propio de gente como él, por ello lo que digo no es tan ofensivo como parece. Recientemente este sujeto publicó unos ensayos en donde sostiene que el gobierno de Urtubey es una tecnocracia “opusdeisiana” (similar a la que gobernó a la España de Franco desde 1959 hasta 1975). Su tesis no parece estar errada, pero, ciertamente, tampoco acierta demasiado, porque en lugar de investigar los senderos parapolíticos del asunto, prefiere pontificar vacuamente sobre la teoría política sin entenderla demasiado. 

Lo que devela las limitaciones de Ávalos como analista y como político –no olvidemos que estamos hablando de un ex-candidato a diversos puestos electivos por Libres del Sur– es su patética retórica “progresista”, la cual, a estas alturas, ya suena arcaica y retrógrada, algo que los propios progresistas deberían tomar en cuenta para no quedar en el ridículo en que quedarán dentro de unas pocas décadas.

Ávalos sugiere que lo que Urtubey está haciendo como gobernante de Salta es retomar los principios que guiaban a la Generación del 80, pero adaptando ello a la situación actual a través de una cosmética contemporánea. Supone Ávalos que señalar esto desacredita de raíz a Urtubey. Y justo allí, precisamente en esa puerilidad, es donde el discurso de este autor pierde toda su fuerza.  

Hay frases que demuestran que Ávalos comprende al presente: 
Coherentemente, el que impulsa el renovado vigor de esa tradición [se refiere a la fundada por la Generación del 80, cuyas raíces están en la obra de Alberdi] es un gobernante que proviene directamente de la misma: Urtubey. Sorprendentemente, lo está consiguiendo en un periodo en el cual ese tipo de valores retrocede en todos lados.
Destaco aquí la palabra “retrocede”. Ávalos la usa sabiamente, pues señala que siempre hay tradiciones opuestas y polares (llamémoslas, simplificando, “progresistas” y “conservadores”) que están en permanente pugna, y que hoy en día esa encomiable tradición a la que parcialmente adhiere Urtubey (que, entre otras variantes, incluye a la Generación 80) está retrocediendo ante su contracara.

Empero Ávalos no se priva después de dejar en evidencia que su lucidez es fortuita y momentánea, y que su opción es siempre por la ceguera ideológica –quizás porque ella le reporta mayor estabilidad mental que la verdad. Así escribe: 
tomemos uno de los slogans de campaña del mismo Urtubey en el ya lejano 2007: “Nada ni nadie podrá detener este cambio”. Eslogan interesante. Que encerraba una certeza: que la Historia avanza hacia un horizonte posible y mejor respecto al anterior. El orden anterior, en ese entonces, era el romerismo. Pero hay incluso algo más. Porque esa certidumbre es la que siempre suele anidar en el llamado progresismo que, así, se convence de que lo mejor está siempre adelante y es siempre inevitable.
Ávalos es un progresista, y le ofende que usen el Santo Nombre del Progreso en vano. Porque es cierto que Urtubey ha minimizado al romerismo, pero no para imponer una utopía económicamente socialista y moralmente libertaria (la cual, al parecer, es la meta del famoso Progreso): el envío al ostracismo del Júcaro por parte de Juan Manuel Urtubey únicamente ha tenido por objeto absorber la estructura provincial del romerismo para mantenerla casi intacta, sólo que al servicio de un nuevo patrón. De allí es que los renovadores puedan bajarse del gobierno sin que Urtubey lo note o lo sufra, ya que en la actualidad sobran romeristas reciclados para llenar las vacantes. Ese oportunismo político es lo que Ávalos califica de “tecnocracia”, dando a entender que existe un grupo importante de gente en Salta que está dispuesta a guardarse los ideales en el bolsillo y hacer desde un puesto de funcionario del Estado una serie de labores cotidianas sin meditar demasiado sobre ellas. 

De cualquier modo no es eso solamente lo que a Ávalos le fastidia de Urtubey; el Gobernador patricio es culpable de algo –en su opinión– mucho más grave: ser un reaccionario. Para Ávalos, el gran problema de Urtubey es que sus valores nos hablan de un líder que quiere que la sociedad se ajuste a un modelo que ya se “superó”. Ese modelo, claro, es la sociedad cristiana. Cuando Urtubey minimiza el tema de los abortos no punibles por medio de la emisión de un sensato Protocolo, o cuando mantiene silencio ante la increpación que le hacen los fanáticos del laicismo que quieren extirpar crucifijos de los edificios públicos, el Gobernador está cometiendo el mayor de los pecados para los ojos de Ávalos: ser religioso. Para este personaje ello es repugnante, y todo lo que no ofenda a la religión jamás podrá ser calificado de progresista. 


Ignora Ávalos, por supuesto, que Lula da Silva, en Brasil, hizo obligatoria la enseñanza de la religión católica en las escuelas públicas, y que Daniel Ortega, en Nicaragua, dejó bien en claro que el matrimonio sólo puede involucrar a un hombre y a una mujer, y que Evo Morales, en Bolivia, sugirió que la homosexualidad es una patología, y que Rafael Correa, en Ecuador, se declaró en contra del aborto y hasta amenazó con dejar el cargo de presidente si el parlamento de su país aprobaba la genocida ley. Ante los ojos miopemente dogmáticos de Ávalos, esas acciones de esos innegables progresistas son meros tropezones. No cabe en su estrecha mirada el aceptar que la división maniquea que él ha hecho entre buenos y malos es insostenible. 

Antes de 2003 se podía hablar en la Argentina de una marginación histórica (y, si se quiere, sistemática) en la toma final de decisiones de cierto sector político; y, puesto que en nuestro país venimos sufriendo de pésimos gobiernos, se podía también sostener que “los buenos” no habían entrado aún a la historia. Pero con diez años de kirchnerismo eso se acabó. Ya no quedan “buenos” y “malos”, “progresistas” y “conservadores”. En su lugar sólo están aquellos que quieren que el billete llegue a su bolsillo y aquellos que quieren que el billete llegue a todos los bolsillos, aquellos que quieren ubicar a los hijos en empleos bien remunerados y aquellos que quieren que los hijos de gente que ni conocen tengan la posibilidad de acceder a un trabajo digno. Egoístas y solidarios es la auténtica dicotomía del presente. Y la solidaridad no es sólo económica, también es moral: darle al enfermo su curación, al hambriento de espíritu alimento para su alma, al niño un modelo claro para que sepa hacia donde crecer, al ser humano la posibilidad de vivir. El peor gobierno, entonces, sería aquel que no sólo fuese turbio para manejar el aparato burocrático del Estado, sino también para manejar la función solidaria que aquel desarrolla. El peor gobierno, por tanto, es el que Ávalos propone.