Hace unos días Alfredo Olmedo
lanzó la idea de rebautizar a la Ruta Nacional Nº 9 con el nombre “Papa Francisco”.
A raíz de ello no faltaron los póngidos que rechazaron tan excelente propuesta
por pecar ésta, supuestamente, de “franciscomanía”. Creo, sin embargo, que el
proyecto de Olmedo está en las antípodas de esa franciscomanía.
Hace unos años murió un
presidente en nuestro país y se produjo una obscena oleada de obsecuencia. De
la noche a la mañana decenas de calles y avenidas adquirieron el nombre del
hombre fallecido, y luego se multiplicaron los barrios y las plazas que rendían
tributo al finado. Eso si fue una verdadera “nestorkirchnermanía”, impuesta
desde arriba sólo para agitar aguas que de otra manera hubiesen permanecido
bastante calmas. Quizás Néstor Kirchner –como Alfonsín, Illia, Perón o varios
otros– merece una porción de la república bautizada con su nombre, pero ello no
es una urgencia como quisieron hacerlo parecer.
El hecho de que Jorge Bergoglio
haya sido designado Sumo Pontífice de la cristiandad es algo de una
trascendencia gigantesca. Ello excede considerablemente la obra de cualquier
presidente argentino, por el simple hecho de que un Papa tiene la noble
obligación de comunicar a la cristiandad con el resto del universo, su misión
es construir un puente allí donde no lo hay para que el Evangelio pueda llegar
vivazmente hasta quienes no pueden o no quieren vivirlo.
El primer Papa hispanoamericano
resulta ser entonces una buena excusa para que los millones de habitantes del
continente reafirmen su compromiso con la religión católica que profesan, pues
el Vicario de Dios en la Tierra
es uno de los nuestros. Estos pequeños pero estratégicos gestos como el de
renombrar una ruta pueden ser interpretados como la forma más sutil de
recordarnos que también nosotros tenemos que ser activos partícipes de la obra
apostólica de nuestra Iglesia, transitando el camino de la virtud hacia la Salvación.
La franciscomanía sólo existe en
aquel ejército de hipócritas que no vacilaron en vomitar su odio contra Bergoglio apenas se enteraron de su designación a la Cátedra de San Pedro, sólo
para dar un giro de 180º grados después y pasar a considerarlo un militante más
de sus causas espurias.
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