viernes, 12 de abril de 2013

Sobre la “franciscomanía”

Hace unos días Alfredo Olmedo lanzó la idea de rebautizar a la Ruta Nacional Nº 9 con el nombre “Papa Francisco”. A raíz de ello no faltaron los póngidos que rechazaron tan excelente propuesta por pecar ésta, supuestamente, de “franciscomanía”. Creo, sin embargo, que el proyecto de Olmedo está en las antípodas de esa franciscomanía.

Hace unos años murió un presidente en nuestro país y se produjo una obscena oleada de obsecuencia. De la noche a la mañana decenas de calles y avenidas adquirieron el nombre del hombre fallecido, y luego se multiplicaron los barrios y las plazas que rendían tributo al finado. Eso si fue una verdadera “nestorkirchnermanía”, impuesta desde arriba sólo para agitar aguas que de otra manera hubiesen permanecido bastante calmas. Quizás Néstor Kirchner –como Alfonsín, Illia, Perón o varios otros– merece una porción de la república bautizada con su nombre, pero ello no es una urgencia como quisieron hacerlo parecer. 

El hecho de que Jorge Bergoglio haya sido designado Sumo Pontífice de la cristiandad es algo de una trascendencia gigantesca. Ello excede considerablemente la obra de cualquier presidente argentino, por el simple hecho de que un Papa tiene la noble obligación de comunicar a la cristiandad con el resto del universo, su misión es construir un puente allí donde no lo hay para que el Evangelio pueda llegar vivazmente hasta quienes no pueden o no quieren vivirlo.

El primer Papa hispanoamericano resulta ser entonces una buena excusa para que los millones de habitantes del continente reafirmen su compromiso con la religión católica que profesan, pues el Vicario de Dios en la Tierra es uno de los nuestros. Estos pequeños pero estratégicos gestos como el de renombrar una ruta pueden ser interpretados como la forma más sutil de recordarnos que también nosotros tenemos que ser activos partícipes de la obra apostólica de nuestra Iglesia, transitando el camino de la virtud hacia la Salvación.

La franciscomanía sólo existe en aquel ejército de hipócritas que no vacilaron en vomitar su odio contra Bergoglio apenas se enteraron de su designación a la Cátedra de San Pedro, sólo para dar un giro de 180º grados después y pasar a considerarlo un militante más de sus causas espurias. 

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