En
2012, cuando mimebros de la gendarmería y de la prefectura decidieron organizar una
huelga para reclamar por su salario, algunos en Argentina se sobresaltaron. La
casta partidocrática -tanto los oficialistas como los opositores- creyeron que los uniformados estaban
preparando un golpe de Estado y entraron en pánico. Alfredo Olmedo, en cambio, tomó el lado del pueblo y se mostró solidario con quienes protestaban.
De
cualquier manera lo que más se recuerda de aquel episodio fue que las huestes
imberbes del kirchnerismo salieron a las calles e inundaron miles de paredes
con la leyenda “Con la democracia no se jode”. La frase, poderosa y pegadiza, podría haber funcionado
como un eslogan generacional, pero hubo un pequeño detalle que se lo impidió: la
inexistencia de la democracia.
En
efecto, la democracia en nuestro país es una fantasía que sólo existe en los
discursos de los políticos y en los deseos de la gente. Fuera de esos ámbitos
no hay nada que se asemeje a la democracia.
Ciertamente
el concepto de democracia es muy amplio, y reducirlo al hecho de pararse frente
a una urna cada dos años es simplificar las cosas. Pero lo cierto es que ni
siquiera ese acto tan elemental del voto funciona en este país, ya que la adulteración de la voluntad popular a través del empleo de prácticas clientelares, compra de voluntades y trucos sucios en cada comicio es la moneda corriente. Por tanto nos queda la tristeza de
comprobar que los mismos que salieron a decir que con la democracia no se jode,
son los primeros en joder a la democracia. La única manera de experimentar la democracia es sin ellos, pues ninguno es en verdad un demócrata.
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