martes, 1 de octubre de 2013

A propósito de una madre desquiciada

El reciente bochorno político que autoriza el pedido de una mujer para que su hijo cambie su identidad sexual plantea nuevamente el creciente problema de la homosexualidad. Ciertamente lo que más dolor causa en esta situación es enterarse de que la vida de un niño está bajo la tutela de una adulta que no parece estar capacitada para protegerlo como debe hacerlo. Sin embargo yo quiero dejar de lado ese tema e ir un poco más atrás hasta tocar la cuestión misma del supuesto “cambio de género”.

Los que presuponen que una persona puede elegir su identidad sexual sin experimentar ningún tipo de barrera u obstáculo, presuponen también que las personas somos un yo, una conciencia, cuyo poder de elección es ilimitado. De esa manera asuntos como el sexo, la religión, la ideología o cualquier otra cosa podrían ser intercambiables en una persona y no por ello generar efecto dañino en alguien. Tal cosa está, sin lugar a dudas, envuelta de sospecha.

En primer lugar porque sostener eso es lo mismo que sostener que la mente y el cuerpo son dos entidades divorciadas la una de la otra. Hay un lema que se escucha mucho en estos días: “este cuerpo es mío y me pertenece”. El cambio de identidad sexual implica, justamente, que el cuerpo no es de uno, que lo que realmente es de uno resulta ser, como mucho, la mente, y que a partir de ella se puede generar la inversión deseada. La mujer que se siente hombre o el hombre que se siente mujer es, en efecto, la ilustración de esto.

El tema es que si un hombre consigue que en su DNI figure un nombre de mujer y que todos lo traten de “señora”, aún así sigue portando un cuerpo con el que se comunica con el mundo. Y ese cuerpo tiene un pedazo de carne colgándole de la entrepierna o, en su defecto, tiene la fuerte cicatriz de la mutilación.

Las personas somos esencialmente femeninas o masculinas, no hay un sexo neutro ni un tercer sexo. Si una mujer o un hombre no se sienten cómodos con el sexo con el cual nacieron, entonces se está en presencia de un drama psicológico. La solución para un niño que le gusta vestirse de mujer no es cambiarle el DNI para que los demás lo llamen “señorita”, sino proveerle los instrumentos adecuados de la psicología, la pedagogía y tal vez hasta de la religión para que comprenda su situación y cambie sus actitudes. Si aún así prosigue esta persona con las prácticas homosexuales, se hará merecedora de la compasión de la que normalmente gozan los enfermos y tendrá la libertad de optar por buscar una solución o seguir con su sufrimiento en su esfera íntima y sin afectar a terceros. Todo otro camino propuesto lleva a multiplicar el sufrimiento individual y a acrecentar los problemas colectivos, ello es algo que cada día se vuelve más evidente.  

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