miércoles, 8 de julio de 2015

Hasta que a Cerrano no la pongan en su lugar

A Gabriela Cerrano le falta decoro. Recientemente, esta mujer –¡que es Senadora Provincial!– dijo que el Estado argentino no debería permitir que la Iglesia Católica intervenga en materia de educación, salud ni justicia, ya que “su presencia” cercenaría los derechos de las mujeres del país. ¿De qué derechos habla Cerrano? Pues, básicamente, del “derecho” a abortar.  

Que se entienda: doña Cerrano desprecia visceralmente al catolicismo y no tiene ningún problema en manifestarlo públicamente, obviando el hecho de que los católicos son actores sociopolíticos tan válidos como cualquier otro grupo (o incluso más válidos que cualquier otro grupo). Y todo ello siendo funcionaria pública, es decir una servidora del pueblo salteño. Para atacar al catolicismo, la religión que es profesada por la mayoría de las personas en Salta, no emplea ningún argumento, no da ninguna razón: simplemente se limita a decir que los católicos están defendiendo a la Vida cuando los gobernantes de turno han establecido en los últimos años que se puede matar impunemente a algunos en nuestro país. 

El discurso de la trotskista es el discurso de una mente radicalizada, donde la otredad está deliberadamente anulada por un Yo que quiere imponerse. Cerrano es parte de la política porque ella entiende que su misión en la vida es participar de una guerra entre buenos y malos. El resto de la gente no vive en esa realidad. O, al menos, no debería de hacerlo. 

El motivo por el que el discurso de Cerrano no nos suena completamente escandaloso, es debido a que en los últimos siete años gente tan o más radicalizada que ella alcanzó el control del país. Por ello ese odio manifiesto que emana de las palabras de Cerrano no genera la repulsión que debería: ya nos hemos acostumbrados a vivir entre él.

La tarea urgente de los hombres y mujeres que vienen a cambiar los aires de la política nacional es acabar con la radicalidad discursiva. Hasta que a Cerrano no la pongan en su lugar, es decir hasta que la realidad argentina no se normalice y el extremista vuelva a ser percibido como un extremista, este país seguirá naufragando y sometiéndose a la voluntad de los demás. 

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