jueves, 30 de julio de 2015

Dañar por el gusto del daño mismo

Obnubilada por las vicisitudes económicas, los escándalos políticos y las rencillas electorales de un país que todavía no es serio, la ciudadanía parece no tener conciencia del cataclismo jurídico que se avecina con la entrada en vigencia, el próximo primero de agosto, del nuevo Código Civil y Comercial de la Nación. Se trata del segundo ordenamiento jurídico en jerarquía después de la Constitución Nacional; pero, sin duda, del primero en importancia práctica, por su incidencia directa sobre la vida y la fortuna de todos los habitantes de la Nación. 
Es hora de decir francamente y sin eufemismos lo que nadie, más por obsecuencia que por temor, a la espera de algún favor político o protagonismo académico, se anima a decir: el nuevo código es un engendro técnico-jurídico que reconoce como únicas causas la vanidad, la ignorancia y la improvisación. En efecto, sin ninguna ventaja, se cambian dos códigos históricos de Dalmacio Vélez Sarsfield, el Civil y el de Comercio, que nos rigieron eficazmente por un siglo y medio, por un malhadado código carente del más mínimo rigor científico. 
Concretamente, el nuevo código presenta serias deficiencias de sistema, método y unicidad (principales ventajas de la codificación); más que unificar los códigos Civil y Comercial, suprime el sujeto y el objeto del Derecho Comercial, pues, a diferencia de la unificación italiana, no prevé una teoría de la empresa; no obstante lo que se pregona, pone en peor situación a los llamados “vulnerables” (por medio del denominado “divorcio remedio” deja abiertas la puertas a los más variados litigios); instaura la irresponsabilidad del Estado; no sólo no unifica el régimen de la responsabilidad civil, sino que profundiza su dualismo; no incorpora la defensa del consumidor a su texto, ni regula adecuadamente las condiciones generales de la contratación como remedio para los desequilibrios contractuales objetivos, entre otros defectos. La referencia en los fundamentos a “Molineo” en clara alusión a Dumoulin o Molinaeus, con el agravante de que algún colaborador cree que se trata de dos personas distintas; una definición de “obligación” que no responde al instituto y la legislación del “dominio fiduciario” con los contratos son ejemplos más que elocuentes de la ignorancia e improvisación que primaron en su redacción. 
Frente a semejante iniquidad, nos esperanzamos en que los operadores jurídicos puedan, no por concesión graciable del nuevo ordenamiento –de indudable inspiración fascista–, sino en ejercicio de derechos y garantías consagrados por la Constitución Nacional, suplir los vacíos y despropósitos del nuevo código en beneficio de todos los argentinos.

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