Los valores invertidos
Alfredo Olmedo llamó la atención
sobre algo que juzgo fundamental: los presos no van a las cárceles para estar
fuera de circulación durante un tiempo, sino para cambiar su mentalidad (porque ellos mismos son responsables del cercenamiento de su libertad y de toda la estigmatización sobre si que ello genera). Sin embargo, en la Argentina de hoy, esta
verdad tan elemental parece no cumplirse. ¿La razón? Según Olmedo, los presos
de nuestras cárceles no sólo parecen no sentir vergüenza de su condición, sino
que además se los ve orgullosos de haberse convertido en criminales. Esto,
claro, es una verdadera aberración, producida por una sociedad que ha decidido
invertir sus valores.
El problema de la inseguridad
tiene dos etapas: la de prevención y la del castigo. De nada sirve que se llene
de policías y cámaras de vigilancia al país, si cada vez que un delincuente que es
detenido en plena actividad criminal es liberado a las pocas horas. Y cuando
sucede el milagro mediante el cual un maleante es enviado a la cárcel, éste
descubre que su estadía detrás de los muros puede resultar enteramente
placentera si aprende a abusar de sus beneficios (especialmente de aquellos
beneficios concernientes a las posibilidades que las cárceles les brindan a sus
internos para estudiar y trabajar).
De delincuentes a becarios
De allí que la aparición de un sindicato de presos no sea asombrosa en un país como el nuestro. Avalados por la CTA oficialista, un grupo de malhechores presos armó una corporación de trabajadores para nuclear a todos aquellos que
ejercen algún tipo de actividad laboral en el encierro. Estos gremialistas
(recordemos que estamos hablando de asaltantes, homicidas y narcotraficantes)
consiguieron, por ejemplo, que los presos ganen sueldos superiores a los de
muchos maestros. Ese dinero, por supuesto, es dinero del Estado, por lo que
queda en evidencia que una unión de delincuentes consiguió extraerle al tesoro
público una importante suma para satisfacer sus necesidades durante su encierro
–antes de la creación del sindicato, el dinero que un preso hacía trabajando lo
cobraba una vez que era excarcelado.
Lo más polémico planteado por
este sindicato –inventado por la nefasta influencia de La Cámpora – es que buscan que
a los presos se les pague por las mismísimas actividades que hacen en la
cárcel a diario, es decir quieren que les paguen por cocinarse, limpiar pisos,
tender sus camas, arreglar las radios, alimentar a las mascotas, etc. De ese
modo un preso, por sólo habitar en el interior de un penal, debería ser
considerado un trabajador multifunción y facturar por ello. ¡Una tomadura de
pelo! (Después van a querer pagarles a los presos por trabajar como custodios
de la seguridad interna del recinto, haciendo al final que a las cárceles las administren
los propios reos y terminen por convertirse en hoteles autogestionados,
controlados por condenados que trabajan de condenados.)
Desde esta lógica perversa, se
busca que el delincuente no reincida convirtiéndolo en un becario. Un sujeto
que amenaza a punta de pistola a otro va a terminar teniendo una vida más fácil
y despreocupada que un médico o un ingeniero: tranquilamente se podría plantear
que aquel preso que agreda a otro en su condición perdería el sueldo y quedaría
en libertad, lo que reduciría el nivel de conflictividad que existe entre
internos en las cárceles nacionales.
La cuestión del trabajo
Es evidente a esta altura que lo
que se debe discutir es la cuestión del trabajo de los presos en las prisiones y fuera de
ellas. Florencia Saintout, una mujer que trabaja en la ciudad de La Plata como concejal pero
vive en el interior de una nube de metano, propuso emitir una ordenanza en la
que se obligue a los organismos dependientes directa o indirectamente del
municipio a que habiliten un cupo del 3% para incorporar a ex-convictos a su
plantel de trabajadores.
Convertirse en empleado público
en la Argentina
es una cuestión relativamente difícil, porque el ingreso está diseñado no para
premiar el mérito sino para satisfacer influencias. Saintout, en lugar de
proponer que el acceso al plantel de trabajadores del Estado se vuelva más
accesible para cualquiera, propone premiar a delincuentes. Así, de prosperar su
proyecto, un malandrín va a tener más oportunidades para convertirse en
empleado público que un chico que se recibió en un terciario o en una
universidad. ¡Una locura!
Un poco más coherente es lo que
ha planteado en Salta el Diputado Provincial Emanuel Sierra, un hombre del
Frente Plural. Sierra propone que los presos salteños construyan casas de
maderas para paliar la crisis habitacional que el gobierno de Urtubey no se preocupa
en controlar (recordemos que Sierra es miembro del mismo partido que Matías
Posadas, actual interventor del Instituto Provincial de la Vivienda ). El problema de
esta iniciativa es que se busca que las casas sean precarias, hechas
íntegramente de madera para que la gente con menos recursos tenga un techo que
los cobije –hasta que una inundación, una ventisca o un incendio los ponga en
la calle. La idea, por tanto, es una falta de respeto para la gente que sería beneficiaria de la obra de los presos.
Ante estos proyectos irrealistas
u oportunistas que impulsan los progresistas, es necesario revisar lo que dice Olmedo: el Diputado Nacional (MC) sostiene que una de las industrias que
podrían desarrollar los presos es la de la ebanistería, para fabricar y reparar
el mobiliario escolar. Creo que a un nivel social (y a un nivel simbólico) lo
de Olmedo es mucho más productivo que lo de Saintout o Sierra, ya que no sólo
capacita al delincuente en algo que después puede usar fuera de la cárcel, sino
que además lo convierte en un elemento de prevención de la delincuencia. Y esa
es la idea: la cárcel no está para beneficiar al delincuente, sino para que la
sociedad se beneficie de los delincuentes que atentaron contra su paz y su
orden.
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