domingo, 9 de noviembre de 2014

¿Cárceles argentinas o colonias de vacaciones?

Los valores invertidos

Alfredo Olmedo llamó la atención sobre algo que juzgo fundamental: los presos no van a las cárceles para estar fuera de circulación durante un tiempo, sino para cambiar su mentalidad (porque ellos mismos son responsables del cercenamiento de su libertad y de toda la estigmatización sobre si que ello genera). Sin embargo, en la Argentina de hoy, esta verdad tan elemental parece no cumplirse. ¿La razón? Según Olmedo, los presos de nuestras cárceles no sólo parecen no sentir vergüenza de su condición, sino que además se los ve orgullosos de haberse convertido en criminales. Esto, claro, es una verdadera aberración, producida por una sociedad que ha decidido invertir sus valores.

El problema de la inseguridad tiene dos etapas: la de prevención y la del castigo. De nada sirve que se llene de policías y cámaras de vigilancia al país, si cada vez que un delincuente que es detenido en plena actividad criminal es liberado a las pocas horas. Y cuando sucede el milagro mediante el cual un maleante es enviado a la cárcel, éste descubre que su estadía detrás de los muros puede resultar enteramente placentera si aprende a abusar de sus beneficios (especialmente de aquellos beneficios concernientes a las posibilidades que las cárceles les brindan a sus internos para estudiar y trabajar).

De delincuentes a becarios

De allí que la aparición de un sindicato de presos no sea asombrosa en un país como el nuestro. Avalados por la CTA oficialista, un grupo de malhechores presos armó una corporación de trabajadores para nuclear a todos aquellos que ejercen algún tipo de actividad laboral en el encierro. Estos gremialistas (recordemos que estamos hablando de asaltantes, homicidas y narcotraficantes) consiguieron, por ejemplo, que los presos ganen sueldos superiores a los de muchos maestros. Ese dinero, por supuesto, es dinero del Estado, por lo que queda en evidencia que una unión de delincuentes consiguió extraerle al tesoro público una importante suma para satisfacer sus necesidades durante su encierro –antes de la creación del sindicato, el dinero que un preso hacía trabajando lo cobraba una vez que era excarcelado.

Lo más polémico planteado por este sindicato –inventado por la nefasta influencia de La Cámpora– es que buscan que a los presos se les pague por las mismísimas actividades que hacen en la cárcel a diario, es decir quieren que les paguen por cocinarse, limpiar pisos, tender sus camas, arreglar las radios, alimentar a las mascotas, etc. De ese modo un preso, por sólo habitar en el interior de un penal, debería ser considerado un trabajador multifunción y facturar por ello. ¡Una tomadura de pelo! (Después van a querer pagarles a los presos por trabajar como custodios de la seguridad interna del recinto, haciendo al final que a las cárceles las administren los propios reos y terminen por convertirse en hoteles autogestionados, controlados por condenados que trabajan de condenados.)

Desde esta lógica perversa, se busca que el delincuente no reincida convirtiéndolo en un becario. Un sujeto que amenaza a punta de pistola a otro va a terminar teniendo una vida más fácil y despreocupada que un médico o un ingeniero: tranquilamente se podría plantear que aquel preso que agreda a otro en su condición perdería el sueldo y quedaría en libertad, lo que reduciría el nivel de conflictividad que existe entre internos en las cárceles nacionales.

La cuestión del trabajo

Es evidente a esta altura que lo que se debe discutir es la cuestión del trabajo de los presos en las prisiones y fuera de ellas. Florencia Saintout, una mujer que trabaja en la ciudad de La Plata como concejal pero vive en el interior de una nube de metano, propuso emitir una ordenanza en la que se obligue a los organismos dependientes directa o indirectamente del municipio a que habiliten un cupo del 3% para incorporar a ex-convictos a su plantel de trabajadores.

Convertirse en empleado público en la Argentina es una cuestión relativamente difícil, porque el ingreso está diseñado no para premiar el mérito sino para satisfacer influencias. Saintout, en lugar de proponer que el acceso al plantel de trabajadores del Estado se vuelva más accesible para cualquiera, propone premiar a delincuentes. Así, de prosperar su proyecto, un malandrín va a tener más oportunidades para convertirse en empleado público que un chico que se recibió en un terciario o en una universidad. ¡Una locura!

Un poco más coherente es lo que ha planteado en Salta el Diputado Provincial Emanuel Sierra, un hombre del Frente Plural. Sierra propone que los presos salteños construyan casas de maderas para paliar la crisis habitacional que el gobierno de Urtubey no se preocupa en controlar (recordemos que Sierra es miembro del mismo partido que Matías Posadas, actual interventor del Instituto Provincial de la Vivienda). El problema de esta iniciativa es que se busca que las casas sean precarias, hechas íntegramente de madera para que la gente con menos recursos tenga un techo que los cobije –hasta que una inundación, una ventisca o un incendio los ponga en la calle. La idea, por tanto, es una falta de respeto para la gente que sería beneficiaria de la obra de los presos. 

Ante estos proyectos irrealistas u oportunistas que impulsan los progresistas, es necesario revisar lo que dice Olmedo: el Diputado Nacional (MC) sostiene que una de las industrias que podrían desarrollar los presos es la de la ebanistería, para fabricar y reparar el mobiliario escolar. Creo que a un nivel social (y a un nivel simbólico) lo de Olmedo es mucho más productivo que lo de Saintout o Sierra, ya que no sólo capacita al delincuente en algo que después puede usar fuera de la cárcel, sino que además lo convierte en un elemento de prevención de la delincuencia. Y esa es la idea: la cárcel no está para beneficiar al delincuente, sino para que la sociedad se beneficie de los delincuentes que atentaron contra su paz y su orden.

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