En un artículo publicado en El Tribuno bajo el título “Una provincia, dos miradas sobre el futuro” se señala que uno de los mayores
problemas sociales que Urtubey no logró controlar en los últimos ocho años ha sido
el de la violencia doméstica. Dicho problema es tremendamente
grave, por lo que su solución no es una cuestión sencilla.
Realmente no creo
que, como muchos sostienen, esas cosas pasaron siempre sólo que ahora se
conocen más que antes. Si bien es cierto que la violencia doméstica es parte
del panorama social salteño desde hace años, en la actualidad se ha
multiplicado enormemente la cantidad de estos lamentables episodios. Y ello se
debe principalmente a una cosa: la destrucción sistemática de la familia.
En efecto, desde hace décadas que
en nuestro país se impulsa la banalización del concepto de “familia”. Hoy en día
se habla de “grupo familiar”, algo que vendría a ser una aglomeración de
personas que conviven o intentan convivir bajo un mismo techo. Pero ello, si
nos atenemos al sentido tradicional de la palabra, no necesariamente equivale a
una familia. Se le ha quitado el costado espiritual que el término “familia”
tenía, dejando en su lugar una interpretación meramente materialista: hoy en día
las familias existen para cobrar las ayudas sociales, pero no para criar hijos,
son un mero asunto económico más en la vida de una persona y no algo que dota
de sentido la existencia de un individuo.
Cuando se vuelve algo común que la
madre tenga 15 años y la abuela 30, es hora de que el Estado actúe con
urgencia. En eso falla Urtubey –y la mayoría de los gobernantes argentinos–:
por mantener la clientela, evitan recuperar el concepto de “familia”. Mientras
esta situación siga vigente, mientras los hombres no estén obligados a comportarse como auténticos varones, y mientras las mujeres sean alentadas para perder su feminidad, entre las cuatro paredes todo seguirá empeorando.
¡Salvemos a las familias! |
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